[apologeticacatolica]
Extracto del Manual de teología Dogmática de Ludwig Ott. pág. 180-191
El hombre y su caída
§ 20. EL PECADO PERSONAL DE NUESTROS PRIMEROS PADRES O PECADO ORIGINAL ORIGINANTE
A origem do pecado da humanidade |
i. El acto pecaminoso
Nuestros primeros
padres pecaron gravemente en el Paraíso transgrediendo el precepto
divino que Dios les había impuesto para probarles (de fe, por ser doctrina del magisterio ordinario y universal de la Iglesia).
El concilio de Trento
enseña que Adán perdió la justicia y la santidad por transgredir el
precepto divino; Dz 788. Como la magnitud del castigo toma como norma la
magnitud de la culpa, por un castigo tan grave se ve que el pecado de
Adán fue también grave o mortal.
La Sagrada Escritura
refiere, en Gen 2, 17 y 3, 1 ss, el pecado de nuestros primeros padres.
Como el pecado de Adán constituye la base de los dogmas del pecado
original y de la redención del género humano, hay que admitir en sus
puntos esenciales la historicidad del relato bíblico. Según respuesta de
la Comisión Bíblica del año 1909, no es lícito poner en duda el sentido
literal e histórico con respecto a los hechos que mencionamos a
continuación:
a) que al primer hombre le fue impuesto un precepto por Dios a fin de probar su obediencia;
b) que transgredió este precepto divino por insinuación del diablo, presentado bajo la forma de una serpiente;
c) que nuestros primeros padres se vieron privados del estado primitivo de inocencia; Dz 2123.
Los libros más recientes de la Sagrada Escritura confirman este sentido literal e histórico; Eccli 25, 33: «Por la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos»; Sap 2, 24: «Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo»; 2 Cor 2, 3: «Pero
temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, también
corrompa vuestros pensamientos apartándolos de la entrega sincera a
Cristo»; cf. 1 Tim 2,14; Rom 5, 12 ss; Ioh 8, 44. Hay que desechar
la interpretación mitológica y la puramente alegórica (de los
alejandrinos).
El pecado de nuestros primeros padres fue en su índole moral un pecado de desobediencia; cf. Rom 5, 19: «Por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores». La raíz de tal desobediencia fue la soberbia; Tob 4, 14: «Toda perdición tiene su principio en el orgullo»; Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la soberbia».
El contexto bíblico descarta la hipótesis de que el pecado fuera de
índole sexual, como sostuvieron Clemente Alejandrino y San Ambrosio. La
gravedad del pecado resulta del fin que perseguía el precepto divino y
de las circunstancias que le rodearon. SAN AGUSTÍN considera el pecado
de Adán como «inefablemente grande» («ineffabiliter grande peccatum»: Op. imperf. c. Jul. 1 105)
2. Las consecuencias del pecado
a) Los
protoparentes perdieron por el pecado la gracia santificante y atrajeron
sobre sí la cólera y el enojo de Dios (de fe; Dz 788).
En la Sagrada Escritura
se nos indica la pérdida de la gracia santificante al referirse que
nuestros primeros padres quedaron excluidos del trato familiar con Dios;
Gen 3, 10 y 23. Dios se presenta como juez y lanza contra ellos el
veredicto condenatorio; Gen 3, 16 ss.
El desagrado divino se
traduce finalmente en la eterna reprobación. Taciano enseñó de hecho que
Adán perdió la eterna salvación. SAN IRENEO (Adv. haer. m 23, 8), TERTULIANO (De poenit. 12) y SAN HIPÓLITO (Philos.
8, 16) salieron ya al paso de semejante teoría. Según afirman ellos, es
doctrina universal de todos los padres, fundada en un pasaje del libro
de la Sabiduría (10, 2:«ella [la Sabiduría] le salvó en su caída»), que nuestros primeros padres hicieron penitencia, y«por la sangre del Señor» se vieron salvados de la perdición eterna; cf. SAN AGUSTÍN, De peccat. mer. et rem II 34, 55.
b) Los protoparentes quedaron sujetos a la muerte y al señorío del diablo (de fe; Dz 788).
La muerte y todo el mal
que dice relación con ella tienen su raíz en la pérdida de los dones de
integridad. Según Gen 3, 16 ss, como castigo del pecado nos impuso Dios
los sufrimientos y la muerte. El señorío del diablo queda indicado en
Gen 3, 15, enseñándose expresamente en Ioh 12, 31; 14, 30; 2 Cor 4, 4;
Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.
§ 21. EXISTENCIA DEL PECADO ORIGINAL
I . Doctrinas heréticas opuestas
El pecado original fue negado indirectamente por los gnósticos y maniqueos,
que atribuían la corrupción moral del hombre a un principio eterno del
mal: la materia; también lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas, los cuales explicaban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el alma cometiera antes de su unión con el cuerpo.
Negaron directamente la doctrina del pecado original los pelagianos, los cuales enseñaban que:
a) El pecado de Adán no se transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal ejemplo de aquél (imitatione, non propagatione).
b) La muerte, los padecimientos y la concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de naturaleza pura.
c) El bautismo de los
niños no se administra para remisión de los pecados, sino para que éstos
sean recibidos en la comunidad de la Iglesia y alcancen el «reino de
los cielos» (que es un grado de felicidad superior al de «la vida
eterna»).
La herejía pelagiana
fue combatida principalmente por SAN AGUSTÍN y condenada por el
magisterio de la Iglesia en los sínodos de Mileve (416), Cartago (418),
Orange (529) y, más recientemente, por el concilio de Trento (1546); Dz
102, 174 s, 787 ss.
El pelagianismo sobrevivió en el racionalismo desde
la edad moderna hasta los tiempos actuales (socinianismo, racionalismo
de la época de la «Ilustración», teología protestante liberal,
incredulidad moderna).
En la edad media, un sínodo de Sens (1141) condenó la siguiente proposición de PEDRO ABELARDO: «Quod non contraximus culpam ex Adam, sed poenam tantum»; Dz 376.
Los reformadores,
bayanistas y jansenistas conservaron la creencia en el pecado original,
pero desfiguraron su esencia y sus efectos, haciéndole consistir en la
concupiscencia y considerándole como una corrupción completa de la
naturaleza humana; cf. Conf. Aug. , art. 2.
2. Doctrina de la Iglesia
El pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación,
no por imitación (de fe).
no por imitación (de fe).
La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original se halla contenida en el Decretum super peccato originali,
del concilio de Trento (sess. v, 1546), que a veces sigue a la letra
las definiciones de los sínodos de Cartago y de Orange. El tridentino
condena la doctrina de que Adán perdió para sí solo, y no también para
nosotros, la justicia y santidad que había recibido de Dios; y aquella
otra de que Adán transmitió a sus descendientes únicamente la muerte y
los sufrimientos corporales, pero no la culpa del pecado. Positivamente
enseña que el pecado, que es muerte del alma, se propaga de Adán a todos
sus descendientes por generación, no por imitación, y que es inherente a
cada individuo. Tal pecado se borra por los méritos de la redención de
Jesucristo, los cuales se aplican ordinariamente tanto a los adultos
como a los niños por medio del sacramento del bautismo. Por eso, aun los
niños recién nacidos reciben el bautismo para remisión de los pecados;
Dz 789-791.
3. Prueba tomada de las fuentes de la revelación
a) Prueba de Escritura
El Antiguo Testamento solamente contiene insinuaciones sobre el pecado original; cf. particularmente Ps 50, 7: «He aquí que nací en culpa y en pecado me concibió mi madre»; Iob 14, 4 (según la Vulgata): «¿Quién podrá hacer puro al que ha sido concebido de una inmunda semilla?» (M: «¿Quién podrá hacer persona limpia de un inmundo?» ).
Ambos lugares nos hablan de una pecaminosidad innata en el hombre, bien
se entienda en el sentido de pecado habitual o de mera inclinación al
pecado, pero sin relacionarla causalmente con el pecado de Adán. No
obstante, el Antiguo Testamento conoció ya claramente el nexo causal que
existe entre la muerte de todos los hombres y el pecado de nuestros
primeros padres (la herencia de la muerte); cf. Eccli 25, 33; Sap 2, 24.
La prueba clásica de Escritura es la de Rom 5, 12-21. En este pasaje,
el Apóstol establece un paralelo entre el primer Adán, que transmitió a
todos los hombres el pecado y la muerte, y Cristo —segundo Adán— que
difundió sobre todos ellos la justicia y la vida; v 12: «Así pues,
por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte, y
así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado» (in quo omnes peccaverunt)… v 19:«Pues,
como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así
también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos».
α) El término pecado (está
tomado aquí en su sentido más general y se le considera personificado.
Está englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa
del pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción explícita entre el
pecado y la muerte, la cual es considerada como consecuencia del
pecado. Está bien claro que San Pablo, al hablar del pecado, no se
refiere a la concupiscencia, porque según el v 18 s nos vemos libres del
pecado por la gracia redentora de Cristo, siendo así que la experiencia
nos dice que, a pesar de todo, la concupiscencia sigue en nosotros.
β) Las palabras in quo (v 12 d) fueron interpretadas en sentido relativo por San Agustín y por toda la edad media, refiriéndolas a unum hominem: «Por un hombre…, en el cual todos pecaron». Desde Erasmo de Rotterdam, se fué imponiendo cada vez más la interpretación conjuncional, mucho mejor fundada lingüísticamente y que ya fue sostenida por numerosos santos padres, sobre todo griegos: «por causa de que todos hemos pecado», o «por cuanto todos hemos pecado».
Véanse los lugares paralelos de 2 Cor 5, 4; Phil 3, 12; 4, 10; Rom 8,
3. Como también mueren los que no tienen pecados personales (los niños
que no tienen uso de razón), la causa de la muerte corporal no puede ser
culpa alguna personal, sino la culpa heredada de Adán. Cf. los vv 13 s y
19, donde expresamente se dice que el pecado de Adán es razón de que
muchos fueran hechos pecadores. La interpretación conjuncional, que hoy
es la que encuentra general aceptación, coincide con la idea de la
interpretación de SAN AGUSTÍN: «todos han pecado en Adán y por esta causa mueren todos».
ϒ) Las palabras «Mucho fueron hechos pecadores» (v
19 a) no restringen la universalidad del pecado original, pues la
expresión «muchos» (por contraste con un solo Adán o un solo Cristo) es
paralela a «todos», que es empleada en los vv I2d y 18a.
b) Prueba de tradición
SAN AGUSTÍN invoca, contra el obispo pelagiano Julián de Eclana, la tradición eclesiástica: «No
soy yo quien ha inventado el pecado original, pues la fe católica cree
en él desde antiguo; pero tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo
hereje» (De nupt. et concup. 11 12, 25). SAN AGUSTÍN, en su escrito Contra Iulianum (1.
1 y 11) presenta ya una verdadera prueba de tradición citando a Ireneo,
Cipriano, Reticio de Autún, Olimpio, Hilario, Ambrosio, Inocencio I,
Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Basilio y Jerónimo como
testimonios de la doctrina católica. Muchas expresiones de los padres
griegos, que parecen insistir mucho en que el pecado es una culpa
personal y parecen prescindir por completo del pecado original, se
entienden fácilmente si tenemos en cuenta que fueron escritas para
combatir el dualismo de los gnósticos y maniqueos y contra el
preexistencianismo origenista. SAN AGUSTÍN salió ya en favor de la
doctrina del Crisóstomo para preservarla de las torcidas
interpretaciones que le daban los pelagianos: «vobis nondum litigantibus securius loquebatur» (Contra luí. 1 6, 22).
Una prueba positiva y
que no admite réplica de lo convencida que estaba la Iglesia primitiva
de la realidad del pecado original, es la práctica de bautizar a los
niños «para remisión de los pecados»; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 64, 5.
4. El dogma y la razón
La razón natural no es
capaz de presentar un argumento contundente en favor de la existencia
del pecado original, sino que únicamente puede inferirla con
probabilidad por ciertos indicios: «Peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa apparent» (S.c.G.
iv 52). Tales indicios son las espantosas aberraciones morales de la
humanidad y la apostasía de la fe en el verdadero Dios (politeísmo,
ateísmo).
§ 22. ESENCIA DEL PECADO ORIGINAL
I . Opiniones erróneas
a) El pecado original, contra lo que pensaba Pedro Abelardo, no consiste en el reato de pena eterna,
es decir, en el castigo condenatorio que los descendientes de Adán
habrían heredado de éste, que era cabeza del género humano (pena
original y no culpa original). Según doctrina del concilio de Trento, el
pecado original es verdadero y estricto pecado, es decir, reato de
culpa; cf. Dz 376, 789, 792. San Pablo nos habla de verdadero pecado;
Rom 5, 12: «…por cuanto todos hemos pecado»; cf. Rom 5, 19.
b) El pecado original, contra lo que enseñaron los reformadores, bayanistas y jansenistas, no consiste tampoco en la concupiscencia mala habitual (es
decir: en la inclinación habitual al pecado), que persistiría aun en
los bautizados como verdadero y estricto pecado, aunque tratándose de
éstos no se les imputara ya a efectos del castigo. El concilio de Trento
enseña que por el sacramento del bautismo se borra todo lo que es
verdadero y estricto pecado y que la concupiscencia (que permanece
después del bautismo como prueba moral) solamente puede ser considerada
como pecado en sentido impropio; Dz 792.
Es incompatible con la
doctrina de San Pablo (que considera la justificación como una
transformación y renovación interna) el que el pecado permanezca en el
hombre, aunque no se le impute a efectos del castigo. El que ha sido
justificado se ve libre del peligro de la reprobación, porque tiene
lejos de sí la razón de la reprobación, que es el pecado; Rom 8, 1: «No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús».
Como la naturaleza
humana se halla compuesta de cuerpo y espíritu, la concupiscencia
existiría también en el estado de naturaleza pura como un mal natural,
y, por tanto, no puede ser considerada en sí como pecaminosa; porque
Dios lo hizo todo bien; Dz 428.
c) El pecado original, contra lo que enseñaron Alberto Pighio († 1542) y Ambrosio Catarino, O. P. († 1553), no consiste en una imputación meramente extrínseca del pecado actual de Adán (teoría de la imputación). Según
doctrina del concilio de Trento, el pecado de Adán se propaga por
herencia a todos sus descendientes y es inherente a cada uno de ellos
como pecado propio suyo: «propagatione, non imitatione transfusum ómnibus, inest unicuique proprium»; Dz 790; cf. Dz 795: «propriam iniustitiam contrahunt».
El efecto del bautismo, según doctrina del mismo concilio, es borrar
realmente el. pecado y no lograr tan sólo que no se nos impute una culpa
extraña; Dz 792; cf. 5, 12 y 19.
2. Solución positiva
El pecado original
consiste en el estado de privación de la gracia, que, por tener su causa
en el voluntario pecado actual de Adán, cabeza del género humano, es
culpable (sent. común).
a) El concilio
de Trento denomina al pecado original muerte del alma (mors animae; Dz
789). La muerte del alma es la carencia de la vida sobrenatural, es
decir, de la gracia santificante. En el bautismo se borra el pecado
original por medio de la infusión de la gracia santificante (Dz 792). De
ahí se sigue que el pecado original es un estado de privación de la
gracia. Esto mismo se deduce del paralelo que establece San Pablo entre
el pecado que procede de Adán y la justicia que procede de Cristo (Rom
5,19). Como la justicia que Cristo nos confiere consiste formalmente en
la gracia santificante (Dz 799), el pecado heredado de Adán consistirá
formalmente en la falta de esa gracia santificante. Y la falta de esa
gracia, que por voluntad de Dios tenía que existir en el alma, tiene
carácter de culpa, como apartamiento que es de Dios.
Como el concepto de
pecado en sentido formal incluye el ser voluntario (ratio voluntarii),
es decir, la voluntaria incurrencia en el mismo, y los niños antes de
llegar al uso de razón no pueden poner actos voluntarios personales,
habrá que explicar, por tanto, la nota de voluntariedad en el pecado
original por la conexión que guarda con el voluntario pecado actual de
Adán. Adán era el representante de todo el género humano. De su libre
decisión dependía que se conservaran o se perdieran los dones
sobrenaturales que no se le habían concedido a él personalmente, sino a
la naturaleza del hombre como tal; dones que, por la voluntaria
transgresión que hizo Adán del precepto divino, se perdieron no sólo
para él, sino para todo el linaje humano que habría de formar su
descendencia.
Pío V condenó la
proposición de Bayo que afirma que el pecado original tiene en sí mismo
el carácter de pecado sin relación alguna con la voluntad de la cual
tomó origen dicho pecado; Dz 1047; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. I 12 (13), 5; S.th. I II 81, 1.
b) Según
doctrina de Santo Tomás, el pecado original consiste formalmente en la
falta de la justicia original, y materialmente en la concupiscencia
desordenada. Santo Tomás distingue en todo pecado un elemento formal y
otro material, el apartamiento de Dios (aversio a Deo) y la conversión a la criatura (conversio ad creaturam).
Como la conversión a la criatura se manifiesta ante todo en la mala
concupiscencia, SANTO TOMÁS, juntamente con San Agustín, ve en la
concupiscencia, la cual en sí es una consecuencia del pecado original,
el elemento material de dicho pecado: «peccatum origínale materialiter quidem est concupiscentia, formaliter vero est defectus originalis iustitiae» (S.th.
1 11 82, 3). La citada doctrina de Santo Tomás se halla por una parte
bajo el influjo de San Anselmo de Canterbury, que coloca la esencia del
pecado original exclusivamente en la privación de la justicia primitiva,
y por otra parte bajo el influjo de SAN AGUSTÍN, el cual define el
pecado original como la concupiscencia con su reato de culpa (concupiscentia cum suo reatu)
y comenta que el reato de culpa se elimina por el bautismo, mientras
que la concupiscencia permanece en nosotros como un mal, no como un
pecado, para ejercitarnos en la lucha moral (ad agonem) (Op. imperf. c. Jul. 1 71).
La mayoría de los
teólogos postridentinos no consideran la concupiscencia como elemento
constitutivo del pecado original, sino como consecuencia del mismo.
§ 23. PROPAGACIÓN DEL PECADO ORIGINAL
El pecado original se propaga por generación natural (de fe).
El concilio de Trento dice: «propagatione,
non imitatione transfusum omnibus»; Dz 790. Al bautizar a un niño,
queda borrado por la regeneración aquello en que se había incurrido por
la generación; Dz 791.
Como el pecado original es peccatum naturae,
se propaga de la misma forma que la naturaleza humana: por el acto
natural de la generación. Aun cuando tal pecado en su origen es uno solo
(DZ790), a saber: el pecado de nuestro primer padre (el pecado de Eva
no es causa del pecado original), se multiplica tantas veces cuantas
comienza a existir por la generación un nuevo hijo de Adán. En cada
generación se transmite la naturaleza humana desnuda de la gracia
original.
La causa principal (causa efficiens principalis) del pecado original es únicamente el pecado de Adán. La causa instrumental (causa efficiens instrumentalis)
es el acto natural de la generación, por el cual se establece la
conexión moral del individuo con Adán, cabeza del género humano. La
concupiscencia actual vinculada al acto generativo (el placer sexual;
libido), contra lo que opina SAN AGUSTÍN (De nuptiis et concup. i 23,25;
24, 27), no es causa eficiente ni condición indispensable para la
propagación del pecado original. No es más que un fenómeno concomitante
del acto generativo, acto que, considerado en sí, no es sino causa
instrumental de la propagación del pecado original; cf. S.th. I II 82, 4
ad 3.
Objeciones: De la doctrina católica sobre la transmisión del pecado original no se sigue, como aseguraban los pelagianos,
que Dios sea causa del pecado. El alma que Dios crea es buena
considerada en el aspecto natural. El estado de pecado original
significa la carencia de una excelencia sobrenatural para la cual la
criatura no puede presentar título alguno. Dios, por tanto, no está
obligado a crear el alma con el ornato sobrenatural de la gracia
santificante. Además, Dios no tiene la culpa de que al alma que acaba de
ser creada se le rehusen los dones sobrenaturales; el culpable de ello
ha sido el hombre, que usó mal de su libertad. De la doctrina católica
no se sigue tampoco que el matrimonio sea en sí malo. El acto conyugal
de la procreación es en sí bueno, porque objetivamente (es decir, según
su finalidad natural) y subjetivamente (esto es, según la intención de
los procreadores) tiende a alcanzar un bien, que es la propagación del
género humano, ordenada por Dios.
§ 24. CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL
Los teólogos
escolásticos, inspirándose en Lc 10, 30, resumieron las consecuencias
del pecado original en el siguiente axioma: El hombre ha sido, por el
pecado de Adán, despojado de sus bienes sobrenaturales y herido en los
naturales («spoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus»). Téngase en cuenta que el concepto de gratuita de ordinario se extiende sólo a los dones absolutamente sobrenaturales, y que en el concepto de naturalia se incluye el don de integridad de que estaban dotadas las disposiciones y fuerzas naturales del hombre antes de la caída (naturalia integra); cf. SANTO TOMÁS, Sent. II, d. 29, q. 1 a. 2; S.th. I II 85, I.
1. Pérdida de los done» sobrenaturales
En el estado de
pecado original, el hombre se halla privado de la gracia santificante y
de todas sus secuelas, así como también de los dones preternaturales de
integridad (de fe por lo que respecta a la gracia santificante y al don de inmortalidad; Dz 788 s).
La falta de la gracia
santificante, considerada como un apartarse el hombre de Dios, tiene
carácter de culpa; considerada como un apartarse Dios del hombre, tiene
carácter de castigo. La falta de
los dones de integridad tiene como consecuencia que el hombre se halle sometido a la concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte. Tales consecuencias persisten aun después de haber sido borrado el pecado original, pero entonces ya no son consideradas como castigo, sino como poenalitates, es decir, como medios para practicar la virtud y dar prueba de la propia moralidad. El que se halla en pecado original está en servidumbre y cautividad del demonio, a quien Jesús llamó príncipe de este mundo (Ioh 12, 31; 14,30)> Y San Pablo le denomina dios de este mundo (2 Cor 4, 4); cf. Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.
los dones de integridad tiene como consecuencia que el hombre se halle sometido a la concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte. Tales consecuencias persisten aun después de haber sido borrado el pecado original, pero entonces ya no son consideradas como castigo, sino como poenalitates, es decir, como medios para practicar la virtud y dar prueba de la propia moralidad. El que se halla en pecado original está en servidumbre y cautividad del demonio, a quien Jesús llamó príncipe de este mundo (Ioh 12, 31; 14,30)> Y San Pablo le denomina dios de este mundo (2 Cor 4, 4); cf. Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.
2. Vulneración de la naturaleza
La herida que el pecado
original abrió en la naturaleza no hay que concebirla como una total
corrupción de la naturaleza humana, como piensan los reformadores y
jansenistas. El hombre, aunque se encuentre en estado de pecado
original, sigue teniendo la facultad de conocer las verdades religiosas
naturales y realizar acciones moralmente buenas en el orden natural. El
concilio del Vaticano enseña que el hombre puede conocer con certeza la
existencia de Dios con las solas fuerzas de su razón natural; Dz 1785,
1806. El concilio tridentino enseña que por el pecado de Adán no se
perdió ni quedó extinguido el libre albedrío; Dz 815.
La herida, abierta en la naturaleza, interesa al cuerpo y al alma. El concilio 11 de Orange (529) declaró: «totum, i. e. secundum corpus et animam, in deterius hominem commutatum (esse)» (Dz 174); cf. Dz 181, 199, 793. Además de la sensibilidad al sufrimiento (passibilitas) y de la sujeción a la muerte (mortalitas),
las dos heridas que afectan al cuerpo, los teólogos, siguiendo a SANTO
TOMÁS (S.th. i II 85, 3), enumeran cuatro heridas del alma, opuestas
respectivamente a las cuatro virtudes cardinales: a) la ignorancia, es decir, la dificultad para conocer la verdad (se opone a la prudencia); b) la malicia, es decir, la debilitación de nuestra voluntad (se opone a la justicia); c) lafragilidad (infirmitas) , es decir, la cobardía ante las dificultades que encontramos para tender hacia el bien (se opone a la fortaleza); d) la concupiscencia en
sentido estricto, es decir, el apetito desordenado de satisfacer a los
sentidos contra las normas de la razón (se opone a la templanza). La
herida del cuerpo tiene su fundamento en la pérdida de los dones
preternaturales de impasibilidad e inmortalidad; la herida del alma en
la pérdida del don preternatural de inmunidad de la concupiscencia.
Es objeto de controversia si
la herida abierta en la naturaleza consiste exclusivamente en la
pérdida de los dones preternaturales o si la naturaleza humana ha
sufrido además, de forma accidental, una debilitación intrínseca. Los
que se deciden por la primera sentencia (Santo Tomás y la mayor parte de
los teólogos) afirman que la naturaleza ha sido herida sólo relativamente,
esto es, si se la compara con el estado primitivo de justicia original.
Los defensores de la segunda sentencia conciben la herida de la
naturaleza en sentido absoluto, es decir, como situación inferior con
respecto al estado de naturaleza pura.
Según la primera
sentencia, el hombre en pecado original es con respecto al hombre en
estado de naturaleza pura como una persona que ha sido despojada de sus
vestidos (desnudada) a otra persona que nunca se ha cubierto con ellos
(desnuda; nudatus ad nudum). Según la segunda sentencia, la relación que existe entre ambos es la de un enfermo a una persona sana (aegrotus ad samtm).
Hay que preferir sin
duda la primera opinión, porque el pecado actual de Adán —una acción
singular— no pudo crear en su propia naturaleza ni en la de sus
descendientes hábito malo alguno, ni por tanto la consiguiente
debilitación de las fuerzas naturales; cf S.th. 1 II 85, I. Pero hay que
conceder también que la naturaleza humana caída, por los extravíos de
los individuos y de las colectividades, ha experimentado cierta
corrupción ulterior, de suerte que se encuentra actualmente en una
situación concreta inferior a la del estado de naturaleza pura.
§ 25. LA SUERTE DE LOS NIÑOS QUE MUEREN EN PECADO ORIGINAL
Las almas que salen de esta vida en estado de pecado original están excluidas de la visión beatífica de Dios (de fe).
El segundo concilio universal de Lyon (1274) y el concilio de Florencia (1438-45) declararon:«Illorum
animas, qui in actuali mortali peccato vel solo originali decedunt, mox
in infernum descenderé, poenis tamen disparibus puniendas»; Dz 464,693; cf. 493 a.
Este dogma se funda en las palabras del Señor: «Si alguien no renaciere del agua y del Espíritu Santo [por medio del bautismo], no podrá entrar en el reino de los cielos» (Ioh 3, 5).
Los que no han llegado
todavía al uso de la razón pueden lograr la regeneración de forma
extrasacramental gracias al bautismo de sangre (recuérdese la matanza de
los santos inocentes). En atención a la universal voluntad salvífica de
Dios (1 Tim 2, 4) admiten muchos teólogos modernos, especialmente los
contemporáneos, otros sustitutivos del bautismo para los niños que
mueren sin el bautismo sacramental, como las oraciones y deseo de los
padres o de la Iglesia (bautismo de deseo representativo; Cayetano) o la
consecución del uso de razón en el instante de la muerte, de forma que
el niño agonizante pudiera decidirse en favor o en contra de Dios
(bautismo de deseo; H. Klee), o que los sufrimientos y muerte del niño
sirvieran de cuasisacramento (bautismo de dolor; H. Schell). Éstos y
otros sustitutivos del bautismo son ciertamente posibles, pero nada se
puede probar por las fuentes de la revelación acerca de la existencia
efectiva de los mismos; cf. Dz 712. AAS 50 (1958) 114.
Los teólogos, al hablar de las penas del infierno, hacen distinción entre la pena de daño (que consiste en la exclusión de la visión beatífica) y la pena de sentido (producida
por medios extrínsecos y que, después de la resurrección del cuerpo,
será experimentada también por los sentidos). Mientras que SAN AGUSTÍN y
muchos padres latinos opinan que los niños que mueren en pecado
original tienen que soportar también una pena de sentido, aunque muy
benigna («mitissima omnium poena»; Enchir. 93); enseñan los
padres griegos (v.g. SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 40, 23) y la mayoría
de los teólogos escolásticos y modernos que no sufren más que la pena de
daño. Habla en favor de esta doctrina la explicación dada por el papa
Inocencio m: «Poena originalis peccati est carencia visionis Dei ( poena
damni), actualis vero poena peccati est gehennae perpetuae cruciatus ( —
poena sensus)»; Dz 410. Con la pena de daño es compatible un estado de
felicidad natural; cf. SANTO TOMÁS, De malo, Sent. II d. 33 q. 2 ad 2.
Los teólogos suelen admitir que existe un lugar especial adonde van los niños que mueren sin bautismo y al cual llaman limbo de los niños.
Pío VI salió en defensa de esta doctrina frente a la interpretación
pelagiana de los jansenistas, que falsamente querían explicarlo como un
estado intermedio entre la condenación v el reino de Dios; Dz 1526.
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